09 enero 2018

La prisión



Abría los ojos, los cerraba. Parpadeaba. No lograba sentir nada. Mi vida transcurría, pero como cuando uno va caminando sin hacerlo; es decir, las piernas responden a la orden del cerebro de caminar pero uno no siente nada. Simplemente se deja llevar.
Estos largos letargos se volvieron comunes. Pero que nadie se confunda: algunas veces yo sonreía y lo hacía de verdad, desde adentro. Algunas otras veces abrazaba a alguien de verdad, sintiendo hasta los huesos recubiertos por esa piel ajena. Pero eso no pasaba con frecuencia. Porque yo estaba sin vida por dentro. Comportándome como alguien que sí, para que nadie indagara, nadie sospechara. Absolutamente nadie.
Podían verme brillar en sociedad. Hablar de temas varios. Sonreír. Incluso llorar. Como si yo pudiera sentir las cosas, entenderlas, anticiparlas, vivirlas. Eso sobre todo: vivirlas. Me movía sin existir. ¿Se puede? Sí. Claro que se puede. Así llevé mi vida.
Un día este hombre, salido de no sé dónde, colocó su mano en mi hombro. Estábamos en una sala del museo. Fui porque debía resguardarme de la lluvia que azotaba la ciudad. No era tan tarde y el museo cerraba en algo más de una hora. Tenía tiempo. Así que comencé a vagar por las salas vacías.
Nada llamaba mi atención por mucho tiempo. Me detuve enfrente de una escultura: una chica que se cubría el rostro porque no quería ver el horror que se avecinaba. Yo la estaba observando: la delicadeza de las manos contrastaba con el espanto que plasmó el artista en su rostro. Fue entonces cuando sentí que alguien apoyaba su mano en mi hombro.
‘’El horror. ¿Qué habrá visto esta mujer?’’.
No me asusté. Tan sólo me di vuelta y me alejé lo suficiente como para que la mano del hombre no siguiera en mi hombro.
‘’¿Pueden ver las esculturas?’’ repliqué y sonreí.
El hombre sonrió también complacido. Me observó de pies a cabeza, como yo minutos antes observaba a la estatua. Y sin quitarme la mirada de encima, me contó detalles de la pieza, de su autor, época, historia. Datos que sólo revelaban un conocimiento enciclopédico que no servía en la vida práctica.
Mientras hablaba, yo intenté observarlo con el desgano interno que llevaba siempre a cuestas, pero no pude. Su discurso irrelevante era magnético, así como su mirada y sus gestos medidos y elegantes.
En medio de su charla, lo interrumpí, para mi propia sorpresa: ‘’¿Estará abierto algún café en medio del diluvio?’’. Sin inmutarse el hombre respondió: ‘’Y si no, abrimos uno’’. Caminamos mansamente hasta la salida del museo. Me hizo muchas preguntas, yo ninguna. El desconocido indagaba sobre mi vida y yo dejaba que su investigación siguiera su curso, sin oponer resistencia.
El hombre también me hablaba de él, de su pasado, de su presente. Muchas cosas juntas. Al final del interrogatorio voluntario, encontramos un café abierto y entramos, como si fuéramos viejos conocidos.
‘’La escultura eres tú. ¿Te diste cuenta?’’ me dijo. Yo lo miré fijamente. Por primera vez, durante todo el tiempo que estuvimos juntos, me sentí incómoda. Este hombre había adivinado quién era yo. Y es más: lo sabía. Por instantes desvié la mirada. Volví a mi encierro interno para no indagar a qué se refería. Pero él repitió el ‘’¿te diste cuenta?’’ un par de veces, a intervalos premeditados, como quien dispara un dardo a su presa ya malherida para obligarla a doblegarse más rápidamente.
Al verme acorralada, respondí: ‘’Cincelada de manera perfecta, pero fría por dentro y por fuera, como el mármol. Imperturbable. Inamovible’’. ‘’Irresistible’’ dijo él. ‘’Si yo fuera el artista y viera el trozo de mármol para esculpirlo, no me resistiría, porque sé qué puedo hacer de él’’.
‘’¿Y qué puedes hacer tú de mí?’’ pregunté con la arrogancia propia de quien sabe que todo está dicho, todo está hecho y nada puede ya sorprenderlo.
‘’Darte la libertad que tanto ansías. Sacarte de tu prisión de hielo’’ respondió y me clavó una dura mirada. Me alteré tanto que me levanté y a los tropiezos salí casi corriendo del bar, con esa mirada aún pegada a mi cuerpo. La lluvia había vuelto a arreciar y yo luchaba contra el vendaval que venía como acompañante.
Unas cinco o seis cuadras más allá detuve mi huida y jadeante me apoyé en un árbol. Intenté recuperar el aliento. Cerré los ojos por segundos. Cuando los abrí, a pocos metros estaba el hombre, mirándome. ‘’Vamos’’ me ordenó. Lo peor es que obedecí y empecé a seguirlo.
Después de un tiempo que no logro precisar, llegamos a su casa. ‘’Dentro de poco, ya no necesitarás tu cuerpo’’ me dijo. Me acarició el cabello con ternura. Yo estaba en pánico, pero por alguna razón que aún hoy desconozco, me sentía viva por primera vez y esa sensación era nueva. Increíble e intensamente nueva.
‘’Si quieres que todo termine, solo tienes que decirme que sí. Si dices que no, no tendrás oportunidad de escapar de tu propio infierno nunca más’’ explicó, con voz pausada, remarcando las partes más importantes de sus instrucciones para que no quedara lugar para ninguna duda.
Yo lo miraba entre absorta, fascinada y aterrada. Lo recuerdo bien. Pero no podía escapar. No quería además. Quería ver hasta dónde llegaba el extraño conmigo. No yo con el extraño, porque estaba claro que no podía hacer nada más que estar ahí, clavada en el piso, inamovible.
‘’¿Quieres sentir?’’ me preguntó.
‘’Sí’’ respondí y para mi sorpresa, sin vacilar.
‘’¿Quieres ser libre para siempre?, continuó.
‘’Sí’’, dije.
‘’¿Quieres que todo termine aquí, ahora?’’ dijo, en voz baja.
Mi respuesta fue la misma que las anteriores: un sí rotundo, impertérrito, aunque temblaba del pánico, en mi voz ese pánico no se reflejaba.
El hombre se me aproximó cada vez más hasta estar tan cerca que nuestros alientos se confundieron. Colocó sus manos sobre mis ojos para cerrarlos y cuando los abrí, después de unos minutos, yo podía volar, elevarme hasta el cielo, abrir mis alas, dar vueltas, acelerar, desacelerar, aterrizar, levantar el vuelo de nuevo y así sucesivamente. Yo podía hacer lo que el resto de las aves hace: ser libre.

Y desde ese momento, no he parado de volar, de sentirme libre. Pero lo más importante: ahora sé dónde tengo el corazón y escucho cada uno de sus latidos. He vuelto a la vida. Ahora vuelo. Y ya no estoy más en aquella prisión.